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Del Escritorio de Nuestro Párroco

Estimada Familia Parroquial:

Este domingo celebramos la Fiesta de Pentecostés. Pentecostés es originalmente la fiesta judía de la cosecha llamada “Shavuot”. También es el Festival de las Semanas, que conmemora la entrega de la Torá en el Monte Sinaí cincuenta días después del éxodo de Egipto. De ahí el nombre Pentecostés, que deriva de la palabra griega “pente”, que significa cincuenta. Durante ese día había muchos judíos en Jerusalén. Los apóstoles tenían miedo de salir. Estaban justo dentro del cenáculo, con la puerta y las ventanas cerradas. Pero estaban orando junto con la Santísima Madre. Entonces, de repente, de la nada escucharon una fuerte ráfaga de viento y lenguas de fuego se cernieron sobre la cabeza de cada uno de ellos. Era el Espíritu Santo que descendió sobre ellos, tal como Jesús lo había prometido.

Esto cambió todo de repente. Los apóstoles ya no tenían miedo ni eran tímidos. Salieron corriendo de la casa y comenzaron a proclamar en voz alta a todos el mensaje del Señor Resucitado. Las personas que los oyeron quedaron muy asombradas de que, aunque venían de diferentes lugares y de diversas lenguas, entendían claramente lo que decían los apóstoles. Este evento fue un fenómeno tan grande que Pentecostés llegó a ser conocido como la Fiesta de la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

De hecho, Pentecostés es un acontecimiento muy significativo en la vida de la Iglesia. Aunque “nacida del costado de nuestro Salvador en la Cruz como la nueva Eva, madre de todos los vivientes” (Pío XII, Mystici Corporis Christi, n. 28), aún no era conocida en el mundo porque los discípulos todavía se escondían en una habitación. En Pentecostés, por el poder del Espíritu Santo, ella se manifestó en el mundo cuando los apóstoles salieron de su escondite y comenzaron a proclamar con valentía el mensaje del Señor Resucitado. Pentecostés, entonces, puede ser llamado con razón la Epifanía o Manifestación de la Iglesia. El Espíritu Santo dio a los apóstoles todas las gracias y dones para cumplir las instrucciones finales de Jesús antes de su ascensión al cielo: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes.” (Mt 28,19-20a).

Pentecostés, pues, es la fiesta del Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. Él es espíritu puro, y esto explica por qué tenemos dificultades para entender de forma clara su naturaleza. Sin embargo, la verdad es que el Espíritu Santo está siempre con nosotros. Él es la presencia permanente de Dios en el mundo, como prometió Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.” (Mt 28,20b). Ya lo hemos recibido en nuestro Bautismo, y muy especialmente en la Confirmación cuando fuimos sellados con el don del Espíritu Santo.

Para ayudarnos a comprender más claramente la tercera persona de la Trinidad, es bueno mencionar algunas de sus manifestaciones más comunes tal como se describen en las Escrituras. La primera manifestación es el viento. Los apóstoles oyeron una repentina ráfaga de viento fuerte. En el Evangelio de hoy, dice: “Jesús sopló sobre ellos y dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’”. El soplo de Jesús nos recuerda la acción de Dios en la creación: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Génesis 2:7). El Espíritu Santo como viento o aliento significa vida. Es el soplo vivificante de Dios. El Espíritu Santo, por tanto, nos da vida. Sin Él no hay posibilidad de vivir. La segunda manifestación es el fuego. Ese domingo de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió como lenguas de fuego sobre la cabeza de los apóstoles. El fuego da calor, potencia y energía. El fuego también transforma. Transforma una casa en cenizas, carne y pescado crudos en comida deliciosa y metales solidos en forma líquida. El fuego también purifica. Separa el oro de las aleaciones, limpia y esteriliza cosas, purifica los materiales de la suciedad y todo contaminante. El Espíritu Santo es el fuego del amor. Él es el principio de poder, de renovación y de transformación. Por eso oramos: “Ven Espíritu Santo y renueva la faz de la tierra”. Por eso, en el Evangelio de hoy, inmediatamente después de dar a los apóstoles el don del Espíritu Santo, Jesús ofreció el sacramento del perdón de los pecados: “A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes les retengan los pecados, les quedarán retenidos”. (Juan 20:23). Dios nos renueva y nos da nueva vida a través del Espíritu Santo y el sacramento de la Reconciliación.

Y la tercera manifestación del Espíritu Santo es la paloma blanca que se ve flotando sobre la cabeza de Jesús después de su bautismo en el río Jordán. La paloma blanca simboliza la libertad y la pureza. El Espíritu Santo nos limpia del pecado y nos hace puros. Y por eso tenemos perfecta libertad como hijos de Dios. Ya no somos esclavos del pecado sino que nos convertimos en hijos e hijas de la libertad y la gloria.

Este domingo honremos y alabemos al Espíritu Santo, la Tercera Persona de Dios. Y cada día seamos constantemente conscientes de la presencia permanente del Espíritu de Dios para que realmente seamos templos vivos del Espíritu Santo e instrumentos de renovación, transformación y vida del mundo. “Ven Espíritu Santo, enciende en nosotros el fuego de tu amor y renueva la faz de la tierra”. Haz de nosotros ¡Un Cuerpo, Un Espíritu, Una Familia!

Santísima Virgen María, Santa Katharine Drexel, San Miguel Arcángel, Papa San Pío X y Beato Dr. José Gregorio Hernández, ¡rueguen por nosotros!

¡Suyo en Cristo Jesús!
Padre Omar

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